Cedro

miércoles, 19 de febrero de 2020

La hiedra

Esta historia sucedió hace muchos años, cuando la medicina se
encontraba en sus albores, y había enfermedades malditas, que
se cobraban muchas víctimas, la mayoría niños.

En el primer mes de un invierno muy frío, una niña de diez años,

sintió un fuerte dolor en el pecho, que se agravaba siempre que
tosía. Su madre preocupada, llamó al médico que le pronosticó
el peor de los males que había por aquellos tiempos: tuberculosis.
Enfermedad contra la que tan solo se podía luchar con muchos
cuidados, buena alimentación y procurando que el ánimo
del paciente no decayera.

La niña pasaba todo el día en la cama, junto a una ventana, por

la que veía a una joven vecina, que pintaba cuadros artísticos, y
a la que ella admiraba, por ser diferente en sus inquietudes y su
forma de afrontar la vida. Por la fachada de la casa de la pintora,
trepaba una hiedra, que había comenzado a perder las hojas,
justo al mes de la llegada del invierno, proceso que la niña somatizó con su enfermedad, y muy angustiada porque cada día
se deshojaba más y más, le dijo a su madre:

―Mamá, la hiedra está perdiendo sus hojas, y al igual que yo,

creo que cuando no le quede ninguna, morirá.

La madre sintió con las palabras de la niña, como si el corazón

se le partiera, y disimulando las lágrimas, intentó transmitirle
ánimo:

―Hija, la hiedra pierde sus hojas en invierno, pero en primavera,

vuelven a salir hojas nuevas.

Pero la niña seguía convencida, de que cuando a la hiedra no le

quedara ninguna hoja, ella moriría; y para animarla y hacerle
cambiar de opinión, la madre fue a solicitar de la pintora sus
servicios, para que le diera clases de dibujo, aceptando la artista,
con la única condición de no cobrar nada.

Al principio de las clases, y a pesar del debilitamiento por la enfermedad, a la niña los trazos de la pintora le parecían pura magia, que luego se convertían en paisajes, y con ganas de probar,

fue dibujando en un cuaderno, aunque ella siguió creyendo en
su fatal destino, sobre todo a raíz de las pequeñas manchas de
sangre, que se quedaban impregnadas en el pañuelo, cada vez
que tosía.

Pasadas dos semanas, la pintora tuvo la gran oportunidad de

asistir a la escuela de bellas artes, y con un fuerte sentimiento de
pena, por no poder seguir alentando el interés de la niña por el
dibujo, se fue a perseguir el gran sueño de su vida, con la promesa
de volver para el verano.

Cada vez más débil y sin apenas ganas de dibujar, la niña miraba

a través de la ventana, la hiedra que seguía perdiendo sus hojas,
hasta que en los últimos días del invierno, tan solo le quedaron
tres, y preocupada porque cualquier racha de viento pudiera 
arrancarlas, llegaron los primeros días de primavera, en los que
observó ilusionada como brotaban nuevas hojas, mientras ella
se iba recuperando, hasta restablecerse casi por completo. Por
esas fechas, recibió una carta de la pintora, en la que le decía que
fuera a su estudio y como regalo, escogiera las pinturas que más
le gustaran. Cerca de la puerta de la pintora, la niña y su madre,
pudieron observar emocionadas con lágrimas en los ojos, como
las tres hojas que habían aguantado todo el invierno, estaban
pintadas sobre la fachada de la casa.

Moraleja: Para ser un ángel, no hace falta tener alas, solo hay que ser especial en la vida de otras personas (anónimo).

viernes, 17 de enero de 2020

EXPEDICIÓN BALMIS

A finales del siglo XVIII, la viruela azotaba Europa, y descubierta
en Inglaterra una variante leve, de la mortífera viruela humana
en vacas, se inoculó con el virus a niños, debido a la alta
mortalidad que se estaba dando en la infancia.

Niños que respondieron a la inoculación, de forma bastante satisfactoria, y de la que quedaron inmunizados contra la viruela
humana. Este descubrimiento sería conocido comúnmente
como: vacuna, y su método llegó a España, donde el cirujano:
Francisco Javier de Balmis y Berenguer, escribió tratados y lo
puso en práctica, además de promoverlo como médico de la
corte del rey Carlos IV, que había perdido por dicha enfermedad
a su hija María Teresa; aconsejando Balmis al rey, la vacunación
de los territorios de Ultramar, que entonces comprendía, América
y Filipinas.

Aprobada la expedición, que sufragó el monarca con fondos públicos de la Real Hacienda, partió Balmis, desde: La Coruña en
una corbeta, con veintidós niños huérfanos, de los que uno falleció
en el viaje y los otros, de dos en dos, se les fueron haciendo
incisiones superficiales en los brazos para inocularles el suero,
que producía granos de los que emanaba el valioso fluido, que
mantenía la vacuna viva durante diez días como máximo, mientras
duraba la travesía y llegaban finalmente a su destino, para
luego proseguir con la vacunación de la población y así intentar
erradicar la enfermedad.

En América, Balmis reanudó el viaje con otros veintiséis niños
huérfanos hasta Filipinas, donde también se vacunó masivamente,
y luego continuó hasta China, para llevar la vacuna. En todos los viajes, Balmis tuvo que soportar numerosos y grandes peligros como: temporales, naufragios, encuentros con piratas, y trabas impuestas por gobernadores locales, así como la oposición del clero, que no le hicieron desistir de su grandiosa y humanitaria
labor.

Esta expedición, que dio la vuelta al mundo, y duró de 1803 a
1806, sería conocida como: Real Expedición Filantrópica de la
Vacuna, e inocularía a más de medio millón de personas, siendo
la más importante aportación española a la salud pública mundial,
y de la que el médico, Edward Jenner, descubridor de la
vacuna de la viruela, dijo:

No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este.

domingo, 27 de octubre de 2019

Paz interior


Era un hombre, que deseaba fervientemente encontrar su paz interior, y la estuvo buscando por muchos sitios, sin apenas éxito.

En uno de sus largos viajes, llegó hasta un recóndito monasterio en las montañas, y preguntó al abad:

Quiero hallar mi paz interior, ¿podría buscarla en este templo como novicio?

Por supuesto que sí, ―respondió el abad.

Tras un periodo de tiempo, se inició en la meditación y rezos del monasterio, además de aprender a controlar la ira, el ego, la envidia y todos los sentimientos negativos que dañan el espíritu; pero esa, no era la paz que él andaba buscando.

En otra ocasión, visitó a un anciano ermitaño, del que se decía que era el hombre más sabio de todos los sabios, por haber logrado un estado muy elevado de paz interior, y le preguntó:

Deseo encontrar mi paz interior, ¿puedo servirle como discípulo?

No tengo ningún inconveniente, ―dijo el ermitaño.

Y después de algún tiempo con el sabio, el hombre aprendió a vivir en armonía con la naturaleza, y se sintió cerca de su paz interior, pero tampoco era la que él necesitaba.

Siguió el hombre buscando, hasta llegar a un hospital de leprosos, donde siempre estaban necesitados de manos para ayudar, quedándose unos días a cuidar de los enfermos con las extremidades vendadas y deformadas, encontrando allí lo que él buscaba: la paz que produce ayudar a los contagiados y marginados, de los que nadie quería saber, y que algunos se encontraban en el mismo umbral de la muerte; así fue como el hombre descubrió su paz interior.


Moraleja: Para tener paz interior, hay que practicar la generosidad, la compasión, y el amor (anónimo).


La hiedra

Esta historia sucedió hace muchos años, cuando la medicina se encontraba en sus albores, y había enfermedades malditas, que se cobraban m...